lunes, 24 de agosto de 2009
Plátanos
El pasado mes de julio, volando hacia la Palma, iba repasando mentalmente las singularidades de la isla que no me quería perder. Tenía cuatro días por delante y, ante todo, había que cumplir con mi objetivo principal, visitar el Gran Telescopio de Canarias, rey en la cumbre del Roque de los Muchachos, y tema central de un artículo que debía escribir. Era mi primera visita a la isla Bonita y antes de aterrizar tenía claro que, a parte del Grantecan, quería ver los rincones volcánicos más emblemáticos, como la Caldera del Taburiente o el Teneguía y parte de los senderos que recorren la isla y que muestran su parte más agreste y oculta. Pero como pasa casi siempre con los buenos viajes, además de lo que se espera, uno descubre temas nuevos en los que nunca antes habíamos reparado. A mí me paso con el plátano. Sí, ése fruto archicomún, habitual en mi dieta alimenticia desde la infancia, de apariencia tan conocida y familiar que, a priori, deja poco espacio para las sorpresas. Sin embargo, tras sumergirme en el ambiente palmeño y aprender a ver más allá de lo programado, descubrí en las plataneras un mundo desconocido digno de ser contado. Primero fue un mero impacto visual. Fuéramos donde fuéramos, las plataneras estaban presentes. Desde las cimas más altas de la isla pude apreciar que las intrincadas plantaciones de plátanos alfombraban gran parte de la isla. Aportan, nada más y nada menos, que el 75% del producto interior bruto de la isla. Alrededor de 400.000 toneladas de plátanos se producen en las islas Canarias, y La Palma es la segunda isla productora tras Tenerife. Tras la mirada desde las alturas, tuve la suerte de entrar en una frondosa platanera con el consejero de Medio Ambiente del Cabildo de La Palma, Julio Cabrera, propietario de extensos cultivos de esta fruta original del sudeste asiático. Supongo que la pasión con la que me explicó los entresijos de la agricultura platanera fueron decisivos para que el tema me impactara. Él es un guía estupendo, sin duda. El cultivo del plátano es todo un arte y requiere cuidados meticulosos. Las plataneras, me contó, constituyen unidades familiares, generan hijos y nietos a los que hay que tratar con esmero y sólo manos expertas pueden asegurar una buena cosecha. El problema actual de este cultivo tan arraigado viene de lejos. Las plataneras de América central producen frutos mucho más económicos. La mano de obra es más barata y el sistema de gestión, más salvaje. Mientras que aquí sulfatan a mano y el fruto es arrancado poco antes de su punto culminante de maduración, en las Américas, donde los españoles las introdujeron durante la colonización, sulfatan a grosso modo desde avionetas y un mes y medio antes de que el plátano esté en su punto, ya es desgajado y conservado en cámaras frigoríficas, listo para viajar al primer mundo. El último día de nuestro viaje, nos detuvimos un rato en el mercadillo de Mazo. Bebiendo un zumo de caña de azúcar y comiendo un plátano, me percaté de lo ignorantes que somos con lo que nos rodea. Es algo que ya sabía, desde luego, pero que no me deja de sorprender. (Por cierto, el ron palmeño, genial).
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