lunes, 15 de noviembre de 2010
Una triste historia
No hace mucho me contaron una historia que con frecuencia vuelve a mis pensamientos, llenándome de tristeza y de rabia. Es la historia de un anciano de alrededor de 80 años que vive solo en su casa. Roberto es viudo, y aunque se apaña bastante bien, no puede llevar a cabo las tareas de limpieza del apartamento ni realizar la compra semanal. Por ello, sus hijos contratan a una chica para que le ayude y le haga algo de compañía. Porque como tantos y tantos ancianos, está muy solo, hace muchos años que enviudó, y apenas tiene relación con nadie, sólo con sus dos hijos y sus nietos, que le visitan de vez en cuando y frecuentemente a contrarreloj. Rosita entra en su vida una tarde de invierno y Roberto lentamente recupera la sonrisa. Rosita viene tres veces por semana, limpia la casa, le llena la nevera y le cocina. Habla con él, de tu a tu, no como si fuera un pobre imbécil, que es como hoy demasiados tratan a nuestros mayores. Roberto, tras la sonrisa, recobra unas ganas de vivir que yacían enterradas junto a los restos de su esposa. Siempre que viene, Rosita le pregunta cómo se encuentra. Roberto le dice que muy bien, que a parte del dolor de espalda se siente estupendamente. Rosita le cuenta que en su Colombia natal era fisioterapeuta y se ofrece a darle un masaje que poco a poco se instaura en su cotidianeidad. Roberto está radiante y espera los días que a Rosita le toca venir con impaciencia y con una ilusión recuperada.
Un día, el hijo mayor, que tiene un juego de llaves, hace una visita sorpresa a su padre. Entra sin llamar y lo sorprende con Rosita, disfrutando de un masaje que incluye la zona de la entrepierna. El hijo se escandaliza, empieza lanzarles improperios, a él y a ella, llamándoles toda suerte de lindezas y se va, fuera de sí, dando un portazo repleto de indignación. Al día siguiente, el otro hermano llama a Rosita y le comunica que está despedida. Roberto llora cuando sus hijos le explican que lo han hecho por su bien, que esa mujer era una zorra y que a su edad ese tipo de cosas son vergonzosas. Al poco, Roberto empieza a sentirse decaído. Entra en un estado de depresión, y por lo que me contaron, ahora está en las últimas. Ha perdido las ganas de vivir.
No puedo comprender que unos hijos tengan la desfachatez de imponer su voluntad a un señor que está al final de su existencia. No entiendo como se atreven a juzgarlo. Nuestra sociedad trata a los ancianos, relegándolos no ya a un segundo plano, si no frecuentemente al corredor de la muerte. La soledad, el olvido, el ninguneo. Ésa displicencia con que se les habla, como si se tratara de estúpidos o retrasados.
-Ay, que pillín es usted! A su edad!-oí que le decía una señora a un anciano el otro día, cuando este le contó que había ido a bailar con una amiga la semana pasada. La señora le hizo incluso un gesto cariñoso, un pellizquito en la cara que a mi me pareció intolerable.
No comprendo cómo somos tan tontos. Incluso por puro egoísmo deberíamos intentar que los ancianos tuvieran una vida lo más plena posible, digna y medianamente acogedora. Con suerte, todos vamos a serlo algún día, ¿no? ¿Es eso lo que queremos que nos espere?
Si llego a anciana y estoy en forma, como a alguien se le ocurra tratarme así se va a enterar. Cuidadín.
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